Ana María Díaz
Frecuentemente tenemos la experiencia de cerrar capítulos de nuestra vida, viviendo finales: se terminan proyectos en los que estuvimos involucrados con entusiasmo, nos cambiamos de trabajo, amigos en los que confiábamos nos traicionan, perdemos seres queridos —incluso antes que mueran— militancias de toda una vida se vuelven ilusorias, gobernantes a los que dimos nuestro apoyo se muestran incapaces, etc.
Tal vez, todo esto podría ser mucho menos doloroso de lo que nos resulta, si nos hubieran enseñado tempranamente que los finales forman parte de la lógica inexorable de los acontecimientos; si hubiéramos aprendido que, “el que las cosas terminen”, es parte de la naturaleza intrínseca de todo, que está en sus leyes y en sus prerrequisitos. Pero, al parecer, esta es una lección que solo se aprende viviendo.
Nos resulta natural lo que comienza: hacernos de amigos, enamorarnos, hacer promesas absolutas, inaugurar empeños, descubrir sueños, embarcarse en proyectos, en fin. Y es comprensible que nos duela, y no nos parezca natural, comprobar que ese incremento de energía y esa explosión de vitalidad, inherente a todo comienzo, se desinfla lastimosamente al llegar al final.
Sabemos que se necesita valentía para iniciar cualquier experiencia nueva. Pero luego descubrimos que es necesario igual valor para reconocer las señales que nos empujan a aceptar las amargas verdades que van revelando, dolorosamente, el final de una experiencia. Es explicable que vacilemos en al umbral de vivir sentimientos que nos recuerdan la muerte de tantos modos. Es difícil aprender que la potencia y fecundidad de la vida está tan presente en la oscuridad de los finales como en la euforia de los comienzos.
Estamos hechos parar creer que la vida es eterna y por eso nos cuesta aceptar que nada es para siempre. Sin embargo, a todos nos llega el momento de tener que armonizar el anhelo de vida eterna que nos habita, con la caducidad de nuestras experiencias. Es una lección cruda, pero que vale la pena aprender. Y es que aprendiendo la lección, averiguamos que la eternidad de la vida se encuentra mucho más allá de donde creemos - sus pilares están menos a la vista de lo que pensamos - y que nos aferremos innecesariamente a muchas cosas provisorias, creyendo que honramos la eternidad de la vida. La vida difícilmente se deja atrapar en formulas fijas.
Cuando Nicodemo, en medio de la noche de su vida, acudió a consultar a Jesús para saber cómo cruzar sus finales, éste no le dijo que tuviera paciencia, ni que rezara para pedir señales. Tampoco le dijo que perseverara o tuviera resignación, ni siquiera prudencia. Le dijo que naciera de nuevo, que se dejara llevar por el viento que sopla donde quiere. Nada podría ser más radicalmente provocativo como inspiración para vivir finales. Es una invitación a tener el coraje de imaginar otro modo de vivir y encaminarse a él armado con nada, con nada más que la confianza en la eternidad de la vida y la fecundidad del soplo que la alienta.
1 comentario:
bello como siempre! la misma pasión para vivir los finales que para vivir los principios. gracias! patricio
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