viernes, 20 de junio de 2008

Al final como al principio


Ana María Díaz

Frecuentemente tenemos la experiencia de cerrar capítulos de nuestra vida, viviendo finales: se terminan proyectos en los que estuvimos involucrados con entusiasmo, nos cambiamos de trabajo, amigos en los que confiábamos nos traicionan, perdemos seres queridos —incluso antes que mueran— militancias de toda una vida se vuelven ilusorias, gobernantes a los que dimos nuestro apoyo se muestran incapaces, etc.

Tal vez, todo esto podría ser mucho menos doloroso de lo que nos resulta, si nos hubieran enseñado tempranamente que los finales forman parte de la lógica inexorable de los acontecimientos; si hubiéramos aprendido que, “el que las cosas terminen”, es parte de la naturaleza intrínseca de todo, que está en sus leyes y en sus prerrequisitos. Pero, al parecer, esta es una lección que solo se aprende viviendo.

Nos resulta natural lo que comienza: hacernos de amigos, enamorarnos, hacer promesas absolutas, inaugurar empeños, descubrir sueños, embarcarse en proyectos, en fin. Y es comprensible que nos duela, y no nos parezca natural, comprobar que ese incremento de energía y esa explosión de vitalidad, inherente a todo comienzo, se desinfla lastimosamente al llegar al final.

Sabemos que se necesita valentía para iniciar cualquier experiencia nueva. Pero luego descubrimos que es necesario igual valor para reconocer las señales que nos empujan a aceptar las amargas verdades que van revelando, dolorosamente, el final de una experiencia. Es explicable que vacilemos en al umbral de vivir sentimientos que nos recuerdan la muerte de tantos modos. Es difícil aprender que la potencia y fecundidad de la vida está tan presente en la oscuridad de los finales como en la euforia de los comienzos.

Estamos hechos parar creer que la vida es eterna y por eso nos cuesta aceptar que nada es para siempre. Sin embargo, a todos nos llega el momento de tener que armonizar el anhelo de vida eterna que nos habita, con la caducidad de nuestras experiencias. Es una lección cruda, pero que vale la pena aprender. Y es que aprendiendo la lección, averiguamos que la eternidad de la vida se encuentra mucho más allá de donde creemos - sus pilares están menos a la vista de lo que pensamos - y que nos aferremos innecesariamente a muchas cosas provisorias, creyendo que honramos la eternidad de la vida. La vida difícilmente se deja atrapar en formulas fijas.

Cuando Nicodemo, en medio de la noche de su vida, acudió a consultar a Jesús para saber cómo cruzar sus finales, éste no le dijo que tuviera paciencia, ni que rezara para pedir señales. Tampoco le dijo que perseverara o tuviera resignación, ni siquiera prudencia. Le dijo que naciera de nuevo, que se dejara llevar por el viento que sopla donde quiere. Nada podría ser más radicalmente provocativo como inspiración para vivir finales. Es una invitación a tener el coraje de imaginar otro modo de vivir y encaminarse a él armado con nada, con nada más que la confianza en la eternidad de la vida y la fecundidad del soplo que la alienta.




jueves, 12 de junio de 2008

Explorando la sutura

Orlando Francisco Ortiz

Con motivo de la exposición
Explorando la sutura que Trinidad Chauriye y yo montamos en el Centro Cultural de La Reina (Santiago de Chile); escribí el texto que viene después de esta famosa pintura de Gauguin y que ahora comparto con ustedes.









Un día, cuando yo era adolescente, Manuel Martínez Labra —mi maestro de pintura— me encontró contemplando ensimismado una reproducción de la famosa obra de Gauguin titulada “¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Hacia dónde vamos?” Mientras yo seguía absorto en esas imágenes, mi maestro dijo: esas son las tres preguntas que el hombre nunca ha logrado responderse. Y agregó: la humanidad no sabe a ciencia cierta cuál es su origen, tampoco sabe por qué y para qué tiene que poblar esta tierra, qué le deparan los siglos venideros ni qué hay más allá de la muerte. Creo que no respondí; pero recuerdo perfectamente que, con la ingenuidad y el sentimiento de omnipotencia propio de los adolescentes, pensé que yo iba a encontrar, en un futuro próximo, la respuesta incuestionable para todas esas preguntas. Ese sería, sin duda, uno de mis pequeños aportes al desarrollo de la humanidad.

Ese fue el comienzo de una búsqueda que resultó, por cierto, larga e infructuosa. Después de muchos años leyendo, pensando y repensando, llegué a la conclusión —que ahora me parece obvia— de que tales preguntas interrogan por el sentido último de la vida humana y que eso puede ser intuido o presentido, pero nunca conocido racionalmente.

Nadie puede demostrar racionalmente que esta vida tiene sentido. Y nadie puede demostrar racionalmente que esta vida no tiene sentido. Las preguntas que inquietaban a Gauguin nos conducen hasta los límites de la razón. Y más allá de esos límites no existen las certezas incuestionables. Para algunos, allí esta Dios y todas las respuestas. Para otros, allí está simplemente el misterio infinito e incomprensible. Para otros, allí está la evidencia del sin sentido.

Estas interrogantes, repetidas incansablemente una y otra vez, me llevaron hacia el arte abstracto. Porque el arte abstracto también intenta ver más allá de lo que ven los ojos. El arte abstracto nace de la necesidad de trascender la realidad material de las cosas, superando los límites de la mera representación de objetos concretos, visibles y palpables. Y yo quería decir algo sobre la dimensión inmaterial que caracteriza a los seres vivos, en general, y a los seres humanos, en particular. Quería decir algo sobre esa capacidad de ser siempre los mismos, a pesar de todos los cambios corporales. Quería decir algo sobre el sentido de una identidad personal, única e irrepetible. Quería conectarme con esa sed de infinito que anima nuestra existencia y que es —o puede ser— el centro de una vida espiritual, en donde la inmanencia se encuentra con la trascendencia, suturando, por fin, la herida abierta que dolorosamente las separa.

El arte abstracto es para mí una exploración entre causas y azares, en cuyo recorrido sigo las huellas de esa vida invisible que promete revelarnos la auténtica bondad, la auténtica verdad y la auténtica belleza.