Ana María Díaz
Todos conocemos el cuento infantil al que alude el título de esta nota, pero para que nadie lo confunda con otros, a continuación un relato sucinto de la historia básica:
«Había una vez una princesa que mientras paseaba en las afueras de su castillo, encontró un sapo junto al estanque, de pronto el sapo le habló, diciéndole que estaba encantado, que había recibido el maleficio de una hechicera, y que si ella le daba un beso, volvería a su estado normal. La princesa entonces besó al sapo y, por efecto del beso, este se convirtió en un apuesto príncipe, de quien la princesa se enamoró, con quien se casó, reinó y vivió feliz para siempre...».
El maravilloso valor de los cuentos infantiles no está en la entretención que nos brindaron en los días de la infancia ni en lo mucho que estimularon nuestra imaginación, ni en la postura moral que favorecieron, aunque todo ello sea cierto. Lo maravilloso consiste en condensar en un relato mítico un profundo conflicto del alma y permitirnos darle cauce.
Lo peor de esta situación es que todos iniciamos nuestra historia de sapos con la secreta convicción de que en verdad en nuestro interior se oculta un apuesto príncipe, y que más temprano que tarde daremos con el bendito beso de la princesa que nos devolverá al lugar que nos corresponde, y viviremos felices para siempre. Toleramos la sensación de sentirnos sapos en la secreta esperanza de un mágico beso que nos permitirá celebrar los esponsales definitivos con la vida. Sin embargo, a medida que transcurre el tiempo, esa esperanza se va debilitando, el contacto con la íntima certeza de nuestra identidad de príncipes comienza a diluirse y a parecer una fantasía absurda, que ya no logra comunicarnos energía vital Y sin darnos cuenta un día despertamos sintiendo que sólo somos un sapo, y que nunca fuimos ni seremos otra cosa que sapos. Ese es el momento en el que la hechicera logra su más definitivo triunfo, porque su maleficio finalmente alcanza la fibra más íntima de nuestra identidad. Lo peor que nos puede suceder es resignarnos a una deshonrosa vida de sapos, renunciando a nuestra legítima aspiración a la mano de la princesa, a la herencia del reino y a la felicidad eterna.
Lo paradójico del asunto es que el síntoma más notable y peligroso del “encantamiento” de la hechicera es el “desencanto” que inunda nuestra vida de sapos. Pero no es verdad que no podamos hacer nada para liberarnos del maleficio. Y no tenemos que esperar pasivamente que se nos acerque una princesa distraída. Cada uno de nosotros posee el secreto para terminar con el maleficio. Sólo hay que recordarlo.
El mito del sapo, el príncipe y el beso de la princesa, revela el intenso anhelo que crece en la profundidad de alma, de que todo lo que la vida nos adeuda nos sea cancelado con intereses. Y eso no tiene porque ser sólo un anhelo siempre postergado. Lo que es verdaderamente un maleficio es lo lejos de nuestra conciencia que tenemos relegada la capacidad de abrazar potentemente la vida, con sus desafíos y reveses.
Para liberarnos del maleficio hay que aprender a mirar la vida con otros encuadres. Con aquellos encuadres que les han permitido a tantos hombres y mujeres en el pasado y en el presente creer con Camus que “en lo profundo del invierno, podemos aprender que dentro de cada uno existe un verano invencible”, capaz de forzar nuevas floraciones en zonas que creímos marchitas para siempre.